Crucero por el Rin: Descubriendo el río más romántico de Europa

Fortalezas medievales, suntuosas residencias, tranquilas abadías, palacios barrocos, campos cubiertos de vides... Todo ello se agolpa en la orillas del Rin, tal vez el más romántico río europeo que atraviesa varios países y que se descubre en todo su esplendor a bordo de un crucero fluvial, una deliciosa manera de viajar descansando y descubriendo joyas artísticas, al tiempo que se disfruta de la mejor gastronomía y vinos y de una atención personalizada y cordial.

La belleza del Rin, llamado afectuosamente Vater (padre) por los lugareños, ha atrapado desde siempre a todo tipo de artistas. William Turner pintó sus matices, Richard Wagner lo enalteció en su ópera 'Crepúsculo de los dioses', Beethoven y Gutenberg nacieron en sus orillas y Heine, Goethe, Byron y Mark Twain le dedicaron apasionados textos, poemas y afirmaciones inolvidables. Pero tal vez la más bella no vino de un alemán sino de un vecino francés, Víctor Hugo: «Toda la historia de Europa fluye por su curso de guerreros y pensadores».

Desde hace algunos años, los cruceros están seduciendo a un creciente número de viajeros españoles, y es el único segmento de turismo que no parece sentir la crisis. Los viajes por mar tienen muchos atractivos, pero pueden pecar de cierta monotonía y de la masificación que exigen los grandes barcos. Lo que ahora se está imponiendo son los cruceros fluviales, especialmente aquellos que recorren los grandes ríos europeos, como es el caso del Rin.

Sus ventajas son bastante evidentes. Un crucero fluvial es el más cómodo y despreocupado medio de conocer otros países, otras formas de vivir. El hecho de recorrer Europa admirando ricas culturas, que se fueron originando al calor de las cuencas de sus ríos, es una experiencia tan atractiva como inolvidable. A bordo todo son facilidades. Se trata de unas verdaderas vacaciones a su aire deleitándose con el paisaje, charlando con los amigos y descansando.

Este viaje permite descubrir los encantos de Ámsterdam y otras bellas localidades holandesas, como Volendam, Zaanse Schans y Nimega; también las ciudades alemanas de Krefeld, Colonia, Koenigswinter, Rüdesheim, Mannheim y Heidelberg para terminar en la francesa Estrasburgo. Pero durante la navegación además se disfrutará de las vistas de Wesel, Duisbourg, Dusseldorf, Zons, Bonn, Coblenza, Spire Wiesbaden, Nierstein, Worms, y Mannheim.

Pero el crucero por el Rin resulta espectacular sobre todo por los castillos y fortalezas que se descubren al paso, por las iglesias y palacios que se asoman a sus orillas, por los bosques o los viñedos que beben de sus aguas. Todo el viaje es bonito, pero el tramo del Rin entre Coblenza y Maguncia, que recorre el valle más legendario de Alemania, resulta espectacular. Estos escasos ochenta kilómetros en el corazón del antiguo Sacro Imperio Germánico discurren entre meandros y desfiladeros, culminados por una treintena de castillos y punteados por pueblitos tradicionales rodeados de viñas escalonadas que enamoraron a los románticos de cualquier nacionalidad. De hecho, este tramo ha dado el sobrenombre de romántico a todo el río y es uno de los circuitos más populares, tanto en barco como en coche.

Coblenza marca el lugar de encuentro entre el Rin y el Mosela y es un buen resumen de la historia de Europa. En su caso histórico, reconstruido tras la Segunda Guerra Mundial, se encuentran ejemplos arquitectónicos desde el siglo XII al XVIII, edificios y templos, como la iglesia románica de St Castor, con su delicioso jardín Blumenhof, o como el dieciochesco palacio de los Príncipes Electores. Llama la atención su torre gótica, Deutscher Kaiser, el único edificio que salió totalmente indemne de la última contienda mundial.

Cinco kilómetros al sur y en la orilla izquierda se halla el Schloss Stolzenfels, ejemplo de las restauraciones neogóticas de fortalezas devastadas durante la guerra de los Treinta Años y las campañas napoleónicas. En la orilla opuesta destaca la silueta del castillo de Lahneck, cuya leyenda asegura que allí murieron los doce últimos caballeros templarios, en combate contra asaltantes al servicio del arzobispo de Maguncia. Casi de inmediato aparece el castillo de Marksburg, la única fortaleza que ha llegado hasta hoy en perfecto estado. Antaño prisión de los príncipes de Nassau, se alza sobre una roca a 480 metros de altura, con el pueblecito de Braubach a sus pies.

A seis kilómetros escasos está Boppard, rodeada de viñedos a lo largo de un monumental meandro. Fundada por los romanos y residencia real de los francos, tiene varios atractivos en su casco antiguo. El otro enclave imprescindible de Boppard es el castillo de los Príncipes Electores, situado en la orilla misma del Rin. Erigido en el siglo xiv, aloja el museo municipal y dedica una sección a Michael Thonet (1796-1871), carpintero y diseñador local, inventor de los muebles de madera curvada que causarían furor en la Viena imperial e inspirarían a los artistas del modernismo.

Hadas y vinos
Más allá del gran meandro de Boppard, a quince kilómetros, las ciudades medievales de Sankt Goar y Sankt Goarshausen sumen al viajero en la fascinante leyenda de Loreley. En esta parte, el río apenas tiene 150 metros de ancho, pero la fuerza de la corriente es tal, que causaba frecuentes naufragios. Una sirena o «hada del Rin» llamada Loreley, reclinada sobre una peña, atraía con sus cánticos a los navegantes hasta hacerlos naufragar contra sombrías rocas a la vera de los viñedos. Cantada por el poeta Heinrich Heine en el siglo XIX y luego por Apollinaire, quien le dedicó un poema a «la hechicera rubia que de amor mataba a los hombres», Loreley es hoy una escultura junto a la que pasan los cruceros que recorren el Rin. Ya no ejerce su influencia, la propia mujer se tiró del acantilado para remediar la fatalidad de su encanto.

A partir de aquí, el viaje por el Rin encadena pueblos monumentales como Bacharach y Lorch, y fortalezas inolvidables como el castillo de Gutenfels. Este último, asentado junto a la localidad de Kaub, antaño estuvo conectado con la fortaleza de Pfalzgrafenstein, erigida en el XIV sobre el islote de Falkenau. Este edificio blanco, rematado por torrecillas con tejado de pizarra, es ahora un museo estatal.

Al llegar a la preciosa Bacharach, lo primero que atrapa la mirada es su castillo Stahleck, con su curioso torreón, donde hoy pernoctan jóvenes del mundo entero por unos veinte euros, ignorantes quizás de que durante el nazismo fue un reformatorio para chicos menos afortunados. Unos quince kilómetros más adelante se divisa el castillo de Sooneck (siglo XIII), residencia de caballeros salteadores que se aprovechaban del tráfico de mercancías que circulaban por el Rin en la Edad Media.

Una de las últimas etapas es Rüdesheim, capital de la región de Rheingau y famosa comarca vitivinícola. Hay que pasear por su calle Drosselgasse, repleta de tabernas con jardines que sirven los vinos blancos y tintos de la zona. El contrapunto cultural a tanta animación es el Museo del Vino (Weinmuseum), que ocupa el castillo de Brömserburg, construido en el XII por el arzobispado de Maguncia y remodelado en el XIX. (Fuente: E. Sancho/Open Comunicación)


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